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jueves, 25 de agosto de 2016

Praxis educativa. 20: educación en valores

   Uno de los temazos favoritos de la revolución permanente del pedagogismo es el de la educación en valores, cuestión a la que conceden enorme importancia, en coherencia con sus dogmas. Si, de acuerdo con estos, la odiosa escuela tradicional es un truño obsesionado con la transmisión de conocimientos (¡puaj!), es decir, de escoria meramente intelectual, una propuesta educativa que mole (por ejemplo y sin ir más lejos: la suya), en buena lógica, tendrá que ofrecer un producto diametralmente opuesto a tal aberración, y ahí es donde aparecen los valores, porque son formadores, emocionales y todo eso. Esto de lo emocional, junto con el feliz hallazgo de la felicidad, es la formulación últimamente más reiterada en la guerra que la escuela moderna (etiqueta que se alumbró allá por 1900) mantiene contra esa antigualla de los programas y los contenidos: ¿a quién se le ocurre pretender que los alumnos vayan a los centros a aprender matemáticas, geografía, música o química? A lo que tienen que ir es a ser felices y a enriquecer su emocionalidad, y para esto resultan muy útil herramienta los valores. 
   La educación en valores se asocia con las que un día se llamaron áreas transversales, o sea, esas que se tienen que mezclar en pequeñas dosis y como quien no quiere la cosa en todas las apolilladas asignaturas de toda la vida (matemáticas, geografía, música, química...), para que así el alumno se vaya impregnando de valores casi sin darse cuenta. En la LOGSE se especificaban estas: educación para la paz, educación ambiental, educación del consumidor, educación vial, educación para la igualdad de oportunidades entre sexos, educación para la salud, educación en la sexualidad, educación cívica y moral y temas propios de cada comunidad autónoma. Esta última perla, en Wikipedia, que es de donde he sacado la lista (no las recordaba todas), es explicada con un ejemplo que considero impagable: "p.e.: Cultura andaluza en el caso de Andalucía". Pues sí, señor, por ahí iban (y siguen yendo) los tiros con esto de las transversales: una serie de áreas formativas en general bastante sensatas planteadas de una forma insensata. ¿Por qué digo lo de insensata? Porque es absurdo embutirlas por obligación y porque están demasiado abiertas a la manipulación sectaria: ¡qué no se habrá hecho so capa de esos "temas propios de cada comunidad autónoma" y algunos otros! 
   Pero el problema de esta fórmula del pedagogismo es más sutil y a la vez de más profundo calado, tan profundo que puede decirse que en este importante terreno de la transmisión de valores nuestro sistema educativo también está fracasando, y lo está haciendo por uno de sus principales defectos: su incoherencia y falta de firmeza, procedente del buen rollito de los pedagogistas. Por muy razonables y bienintencionados que sean los valores que se predican, se quedan en papel mojado si la sociedad, la institución, la autoridad o la persona que los emite no es coherente en su protección y en la exigencia de su cumplimiento. Y ni nuestros centros educativos ni nuestra sociedad -convendremos todos- son hoy en día un modelo en la exigencia del cumplimiento de deberes, lo que da lugar a una lamentable paradoja: el catecismo se lo sabe todo el mundo de carrerilla, pero lo incumple todo aquel al que le apetece sin que ello tenga la menor consecuencia. ¿De qué sirve soltar palomitas en el patio el Día de la Paz o hacer ejercicios con textos la mar de coeducativos o cívicos si luego se deja pasar como si nada a un alumno que dinamita una clase o a otro que intimida a una profesora? Decir que de nada sería un análisis optimista, porque en realidad eso sirve para algo peor que para nada: sirve para maleducar, para reforzar en los inclinados al energumenismo  la convicción de que pueden hacer lo que les dé la gana, de que los famosos "valores" son un cuento chino. Y esto es muy grave, porque hace daño en la escuela, pero también en el ámbito general de la sociedad, ya que esos energúmenos salen a la calle y a la convivencia diaria portando esos vicios que la escuela debería haberles curado o, al menos, pulido. Una España paleta, casposa y un tanto cavernícola la estoy viendo estos días reflejada en cierto vandalismo festivo que aparece a diario en los medios o en la actitud bastante cerril de ciertos políticos que parecen razonar con el único criterio del "aquí estoy yo" y ello me induce a formularme una inquietante pregunta: ¿serán estas conductas el fruto de una educación en valores mal enfocada en la escuela durante los años en que estas personas pasaron por ella? Por supuesto, la escuela no tiene la culpa de que cinco bestias violen a una niña en un portal, de que nuestras fiestas suministren cada vez más escenas que parecen sacadas de una película de salvajes o de que un manojo de gobernantes o aspirantes a serlo parezcan persuadidos de que para ellos las leyes no cuentan, pero a uno siempre le queda espacio para preguntarse hasta qué punto su gremio no puede afinar más en orden a erradicar estas cosas. 
   Educar es ya de por sí un valor y no está de más recordar que uno de los mejores libros que se han escrito sobre educación se titula, precisamente, "El valor de educar". Concedo mucha importancia a cosas como la paz, el medio ambiente o la igualdad entre los sexos, pero, sinceramente, creo que la primera lección que deben dar un profesor, un centro o un sistema educativo es la de la coherencia, la firmeza, el cumplimiento de los deberes y la exigencia de que se cumplan (con lo que, de paso, suelen ayudar a proteger derechos). Si no fallásemos en esto, y siento decir que pienso que ahora fallamos más de lo que debiéramos, ya tendríamos prácticamente cumplido el programa de educación en valores.  

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