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domingo, 31 de mayo de 2015

¿De verdad quieren acabar con las pitadas? Suspendan los partidos

   Empezaré este artículo haciendo una rectificación: hace tres años, criticaba yo en un artículo a Esperanza Aguirre por proponer esto que digo yo ahora: que se suspendan los partidos en los que el público pite contra el himno nacional o contra altas autoridades de nuestro país. ¡Lo que son las cosas!: después de haber criticado repetidamente a la señora Aguirre, justo ahora que está en su peor momento, vengo a reconocer que tenía razón en algo que dijo, pasaré ahora a explicar mis motivos.
   Ya he dicho más de una vez que, como catalán y seguidor del Fútbol Club Barcelona, me causa una terrible indignación el daño que los separatistas están haciendo a Cataluña y al Barça y me repugna la instrumentalización que hacen de este equipo de grandeza universal. Ayer, en la final de la copa del rey, una patética alianza del nacionalismo catalán y del vasco aprovechó una vez más y con su miserable oportunismo habitual una ocasión para insultar a todo el país y para ensuciar su imagen ante el mundo. Cerriles como son, ni siquiera pensaron en el hecho de que ellos forman y formarán por siempre parte de ese país, por muchos aspavientos que hagan, así que el perjucio también les alcanzará. Tampoco pasemos por alto la vileza de que las cámaras de medio mundo no estaban ahí para ver silbar a una horda de energúmenos descerebrados, sino para retransmitir un partido de fútbol, pero, bueno, pedir a estas alturas decencia a los nacionalistas sería un alarde de ingenuidad.
   ¿Se puede pedir decencia a un tipo como Artur Mas, que estaba en el palco con una sonrisilla repugnante ante el lío que habían montado él y los suyos y que lleva años fastidiando a Cataluña e intentando enmascarar su hundimiento político tras una cortina de conflictos y provocaciones? ¿Se les puede pedir a él y a su correligionario Urkullu cuando ven ridícula la indignación del Gobierno y otros sectores políticos? ¿Ridícula? ¿A quién se creen que engañan? ¿Cómo reaccionarían los nacionalistas catalanes o vascos contra alguien que silbara a sus sacrosantos himnos? ¡Pobre del que osara, lo despedazarían! Una de las causas de este estado de cosas es, precisamente, el no haber cortado desde el principio sus quemas de banderas y las demás injurias que acostumbran a perpetrar impunemente sobre los demás.
   Pero esto de los silbidos se podría erradicar fulminantemente suspendiendo los partidos y haciendo que se jugasen después a puerta cerrada, tenía toda la razón Esperanza Aguirre, aunque se haya equivocado en otras muchas cosas, ahí tenemos la última, esa esperpética llamada a un frente constitucional. Y hay unos mecanismos legales muy razonables para llevarlo a cabo: en el fútbol hay tanto idiota y tanto troglodita que los legisladores ya han aprendido y existen normas contra sus excesos. Si ha sido posible suspender un partido por el comportamiento de una manada de racistas, de homófobos o de camorristas, bien se puede, en lo sucesivo, ante cualquier desmán como el de ayer, mandar a los jugadores al vestuario y anunciar que el partido se suspende. No haría falta ni llegar a hacerlo: si, en lugar de pasarnos la semana previa al partido especulando estúpidamente con si se iba a silbar o no, nos la hubiésemos pasado con mensajes categóricos de que el partido se suspendía al menor asomo de pitada, no habría habido tal pitada. 
   Hágase una vez y verán como funciona; voy a dejarme de hipocresías y correcciones políticas: a los campos de fútbol van una importante cantidad de asnos sin modales y de encefalograma plano, que son los que se apuntan a estas juergas. ¿Alguien piensa que en su fuero interno estos respetan a los del equipo contrario, a los homosexuales o a los de razas disitintas a la suya?  Si se ha conseguido que no se metan con ellos, ha sido a base de severas sanciones, y benditas sanciones, acordémonos de lo de Heysel, o miremos hacia las que aún montan de vez en cuando estos cretinos. Ante la perspectiva de quedarse sin partido y sin entrada, los silbadores del sábado habrían permanecido bien calladitos, y, si a alguno se le hubiera ocurrido hacer un amago de empezar a silbar, ya se habrían encargado de disuadirle los que estuvieran a su alrededor, porque otras cosas que podemos preguntarnos son estas: ¿cuántos de los silbadores silban por verdadero fervor antiespañol? ¿Cuántos silban porque son unos borregos a los que les encanta el lío? ¿Cuántos lo hacen por mimetismo, cuantos por miedo, cuántos por no destacar, cuántos porque están borrachos? Sería bueno tener este censo, yo no me creo ni de lejos que todos los que estaban el sábado en el partido fuesen nacionalistas a ultranza: a los forofos, si se les aprieta donde más les duele, que es el partido y las pelas, se les curan rápido las simpatías por la secesión.
   Por eso sería muy conveniente acabar con esto de los silbidos, pues sería arrebatarle al nacionalismo uno de sus repugnantes instrumentos de propaganda: la manipulación del deporte en general y de un gran equipo como el Barça en particular. Al hilo de esto, debe tener cuidado la comisión antiviolencia si se decide ante la pitada del sábado a tomar alguna medida. Hoy ya he oído en la radio a un político nacionalista decir que ellos defenderían al Barça. ¿Defender al Barça? Muchas gracias, pero a sus seguidores nos basta con que lo dejen en paz. Pero estas palabras deben tomarse como una advertencia, porque el Barça no tiene la culpa de las algaradas del separatismo, así que no debe ser quien las pague, ya que sería una injusticia y daría a cierta gentuza el pretrexto que están anhelando para agitar el victimismo y presentarse como los defensores del club y únicos legitimados para sentir sus colores. No se puede tener la torpeza de regalarles tanta ganancia.

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