El presente artículo lo pubiqué el pasado mes de marzo en el número 3 de la revista El ballet de las palabras. Como hace unos días el asunto ha estado de actualidad, ya que han salido los datos de 2013 (que son peores que los ya malos de 2012), lo incluyo ahora aquí. Una vez más, el guachimán y su amiga Patry se adelantan a los grandes medios, más ricos, pero menos eficaces.
A
finales del pasado mes de enero, produjo eco y también disgusto un documento
del Ministerio de Justicia que sostenía que la ley del aborto propuesta por
Ruiz Gallardón tendría un impacto positivo en la economía española, entre otras
cosas, porque incrementaría la natalidad (1). A pocos convenció esa afirmación,
pero, al menos creo que tuvo un aspecto positivo, el de que una instancia
gubernamental reconociera, siquiera de forma implícita, que la baja natalidad
es un problema en la España de hoy. Yo soy de los que piensan que es además uno
de los más importantes, a pesar de que no suela aparecer en esas encuestas
sobre percepción de problemas por parte de la ciudadanía y de que los estudios
y estadísticas sobre población suelen orillarlo con pretextos diversos. Así, es
cierto que se suele reconocer que la población se va envejeciendo cada vez más,
haciendo hincapié en asuntos como la esperanza de vida, la dependencia o las
pensiones, pero nunca se entra muy a fondo en una causa tan crucial de ese
envejecimiento como es la baja natalidad. Otras veces (esto, hace unos años,
cuando se podía decir) se minimizaba esa baja natalidad diciendo que era
paliada en parte por el índice mayor de natalidad que presentaba la población
inmigrante, pasando por alto el hecho de que mucha de esta no tenía como
proyecto definitivo el establecerse en nuestro país.
En
el año 2012 nacieron en España 454.648 niños, lo que representa una tasa de
natalidad (número de nacidos por cada 1.000 habitantes) del 9’7 por mil y un
índice de fecundidad (número medio de hijos por mujer) del 1’32. España, pues,
está muy lejos del 2’1, que es considerado el índice de reemplazo, lo que no
nos garantiza una pirámide de población estable. Si vemos la tabla (2) que
acompaña a estos datos, comprobaremos que el último año en que cumplimos ese
índice de reemplazo fue 1980 y que desde entonces, con altibajos, tanto la
natalidad como la fecundidad no han parado de disminuir. Otra cosa que se
observa es que los niveles más bajos se alcanzaron en el periodo 1995-99, cinco
años en que el último de ambos indicadores nunca alcanzó la cifra de 1’2.
Durante los años 60 y 70, España era un país de natalidad más bien alta, como
puede comprobarse también echando un vistazo a la tabla. Se solía decir que, en
este factor, teníamos un comportamiento de país subdesarrollado o en vías de
desarrollo. Ciertamente, parece que el despegue económico nos ha puesto en la
línea del entorno de Europa, un continente que en su conjunto acusa el problema
del envejecimiento. Si vemos la tabla continental (3), observaremos que
ocupamos una posición media. De los países más fuertes, nos superan el Reino
Unido o Francia, pero están por debajo de nosotros Italia y Alemania, país este
último donde la natalidad es preocupantemente baja. Pero el problema no deja de
ser un problema porque lo padezcan también los países de nuestro entorno.
Un
artículo de estas características no permite profundizar demasiado, por lo que,
a la hora de reflexionar sobre las causas de este problema, apenas voy a poder
hacer algo más que enumerarlas. La cuestión ya es vieja, pues recuerdo que,
hace ya muchos años, en una reunión de amigos –todos de cuarenta para arriba y
con hijos- hablábamos de ella y había básicamente dos bandos: los que sostenían
que los jóvenes no querían tener hijos porque su hedonismo les llevaba a
rechazar la carga que representan y los que creían que no era que no quisieran
tenerlos, sino que no podían, atemorizados básicamente por dos factores: la
precariedad laboral y el excesivo precio de las viviendas. Esto sucedía a
mediados de los 90: ¿qué hubiéramos dicho ahora? En todo caso, se echaba en
falta alguien que hubiera defendido una síntesis de las dos posturas, pero,
entiéndase, éramos todos españoles.
Pero
no cabe duda de que los dos factores operaban. Es un hecho probado que el
desarrollo económico abre amplias posibilidades de emancipación y disfrute
personal y de proyección profesional, para las cuales los hijos suelen
representar un obstáculo. En las sociedades desarrolladas, por lo general, los
hijos no se tienen si no se quiere, y muchos no los tienen por conveniencia
personal, sea hedonista o de cualquier otra índole. Pero, aun así, centrándonos
en España, quedarían aún millones de personas que sí desearían tener hijos o no
les importaría tenerlos. Y a mediados de los 90, desde luego, a muchas les era
imposible por factores ajenos a su voluntad, y hoy, en 2014, las cosas en este
terreno han evolucionado hacia muchísimo peor: la precariedad laboral, sobre
todo para los jóvenes, es espantosa; los precios de la vivienda siguen
imponiendo respeto; el dejar de pagar una hipoteca puede hundirte la vida (¿para
cuándo la dación en pago?); las compensaciones por hijo son más bien
insuficientes; el ser mujer, el quedarse embarazada o la sola posibilidad de
ello siguen (todos lo sabemos) siendo factores con peso a la hora de que no te
contraten o te despidan; lo de la conciliación entre la vida familiar y laboral
va pareciendo cada vez más una leyenda… Si escarbase un poco, seguro que podría
encontrar algún motivo más, pero creo que con estos, por su cantidad y su
envergadura, ya es suficiente para hacerse esta pregunta: ¿para cuántas parejas
el tener un hijo puede representar meterse en una arriesgada aventura?
Se
me podrá argumentar, y con mucha razón, que, si uno desea realmente tener
hijos, también debe estar dispuesto a afrontar alguna posibilidad de riesgo,
porque a la vida no podemos pedirle garantías de que todo nos vaya a salir bien
al cien por cien, pero, mirando cómo lo teníamos los jóvenes de aquellos años
80 en que empezó a bajar la natalidad y cómo lo tienen los de hoy, aun siendo
el país más rico y con mejores servicios en algunos aspectos, entiendo que se
retraigan: en los años ochenta, si te comprabas una casa y a los dos meses
perdías el trabajo, la catástrofe no era tan grande para tu economía como lo
puede ser ahora; en los años ochenta, te independizabas entre los veinticinco y
los treinta años y no eran tantas como ahora las personas que con esa edad o
más aún vivían con sus padres ni las que, después de independizarse, se veían
obligadas a volver a casa de sus padres por culpa del paro o de una hipoteca.
Una cosa esta clara: hay que pensárselo antes de tener hijos en estas
condiciones.
Pero
el caso es que, aunque se me llame antiguo, he de decir que es bueno tenerlos,
no parece que sea muy necesario argumentar a favor de la perpetuación de la
especie. Y, por si este pequeño motivo no bastara, están otros, como la
realización personal que para muchos representa el hecho de tener hijos, lo que
alegran la vida y las calles los niños o –esto, para los más preocupados por la
economía- que a la larga para un país y una sociedad el envejecimiento es un
pésimo negocio: ¡qué caro y qué inviable acabaría resultando un país de viejos
ocupándose de cuidar a viejísimos! Vamos camino de ello, a no ser que como
sociedad consigamos alcanzar e incluso superar ese 2’1 de índice de fecundidad,
al que, si llaman de reemplazo, será por algo. Cualquier gobierno realmente
preocupado por un resurgir en todos los sentidos, debería tomarse muy en serio
el diseñar políticas a favor de la natalidad: ¿ha oído alguien a algún partido
pronunciarse en serio a este respecto?